Domingo de Ramos De la pasión del Señor

13 de abril 2025

Lucas 19, 28-40; Isaίas 50, 4-7; Salmo 21, 8-9. 17-18a. 19-20. 23-24; Filipenses 2, 6-11; Lucas 22, 14–23, 56

Cuando era diácono en Ascensión, se me encomendó la tarea de atender la Adoración Nocturna. Una vez al mes, hacía con ellos la exposición solemne del Santísimo Sacramento y me unía a ellos durante una hora para adorar a Nuestro Señor en la Eucaristía. De vez en cuando, me pedían que hiciera una pequeña procesión con el Santísimo Sacramento. Siempre era una gran experiencia vivir una devoción eucarística con este grupo. Cuando mi tiempo en la parroquia llegó a su fin, me reuní con ellos para agradecerles su paciencia y su testimonio de fe. Ellos me dieron las gracias a su vez. Pero en ese momento, recordé la entrada de Nuestro Señor en Jerusalén. Nuestro Señor entra en Jerusalén sentado en un asno. La atención de la multitud no estaba puesta en el burro, sino en Cristo. De manera similar, la atención de mi ministerio con este grupo está en Cristo. Yo era simplemente el recipiente, el «burro», que el Señor eligió para ir al encuentro de su pueblo.

Hoy celebramos el Domingo de la Pasión del Señor, también conocido como Domingo de Ramos. Marca el comienzo de la Semana Santa, que es el acontecimiento central de nuestra fe y de la historia de la salvación. En la liturgia de hoy recordamos dos cosas: la Pasión de Cristo y la entrada del Señor en Jerusalén. Ambas están estrechamente relacionadas, ya que la entrada en Jerusalén es el principio del fin del ministerio público de Nuestro Señor, que culmina con la pasión, la crucifixión y la muerte. Jerusalén, la ciudad santa de Dios, recibe hoy con alegría a su Rey. Las multitudes se reúnen y entonan himnos de alabanza a Dios al ver cercana nuestra salvación. Pero el Rey que esperan no entra en la ciudad santa con un ejército, ni con riquezas, ni con poder terrenal. No se enorgullece de sus logros temporales. No se vanagloria de las naciones que ha puesto violentamente bajo su dominio. Más bien, el Rey esperado entra montado en un humilde asno, una bestia de carga. Entra sentado sobre la humildad y vestido de justicia. Así se cumplen las profecías del Antiguo Testamento, en concreto la de Zacarías 9:9: «¡Alégrate mucho, hija de Sión! Grita, hija de Jerusalén. He aquí que tu rey viene a ti; justo y salvador es él, humilde y montado en un asno, en un pollino, pollino de asna». Esperaban un rey mundano, pero en lugar de eso, obtuvieron un Rey humilde que más tarde tomará la Cruz como trono.

A veces podemos tener una visión distorsionada de quién es Cristo. Como el público a la entrada de Jerusalén y la crucifixión, podemos llegar a aceptar a Cristo y elegir seguirle y apartarnos de él cuando la vida se vuelve difícil, cuando no es el Cristo que esperábamos que fuera. Esto puede ser evidente en la forma en que tratamos a nuestros vecinos. Con los que son «fáciles de amar» es muy fácil reconocer al Señor en ellos. Pero cuántas veces deseamos crucificar al Señor en nuestros hermanos y hermanas que odiamos. Una vez leí una reflexión sobre el Domingo de Ramos que sugería que la misma multitud que recibió a nuestro Señor con alegres cánticos era la misma que gritaba «¡Crucifícalo! Crucifícalo!». Nosotros mismos podemos ser colocados en esa multitud por la forma en que amamos y odiamos a Dios y a nuestro prójimo. Nosotros, como el pollino, debemos llevar a nuestro Señor a lo largo de nuestra vida. No podemos convertirnos en el centro de la fe, sino recordar siempre a Quién debemos llevar y a Quién debemos dejar que sea el centro de nuestras vidas. El modo en que vivimos nuestras vidas, el modo en que interactuamos con nuestro prójimo, el modo en que practicamos nuestra fe debería ser siempre llevar a Cristo allí donde más se le necesita. Hoy, queridos hermanos y hermanas, pedimos al Señor que nos conceda la gracia de ser esos vasos que Él puede utilizar para entrar en la vida de los demás con humildad y rectitud.

 

-Padre Miguel Mendoza

V Domingo de Cuaresma

 6 de abril 2025

Isaίas 43, 16-21; Salmo 125, 1-2ab. 2cd-3. 4-5. 6; Filipenses 3, 8-14; Juan 8, 1-11

BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

V Domingo de Cuaresma, 9 de marzo de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

En nuestro itinerario cuaresmal hemos llegado al quinto domingo, caracterizado por el evangelio de la resurrección de Lázaro (cf. Jn 11, 1-45). Se trata del último gran “signo” realizado por Jesús, después del cual los sumos sacerdotes reunieron al sanedrín y deliberaron matarlo; y decidieron matar incluso a Lázaro, que era la prueba viva de la divinidad de Cristo, Señor de la vida y de la muerte.

En realidad, esta página evangélica muestra a Jesús como verdadero hombre y verdadero Dios. Ante todo, el evangelista insiste en su amistad con Lázaro y con sus hermanas Marta y María. Subraya que «Jesús los amaba» (Jn 11, 5), y por eso quiso realizar ese gran prodigio. «Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo» (Jn 11, 11), así les habló a los discípulos, expresando con la metáfora del sueño el punto de vista de Dios sobre la muerte física: Dios la considera precisamente como un sueño, del que se puede despertar.

Jesús demostró un poder absoluto sobre esta muerte: se ve cuando devuelve la vida al joven hijo de la viuda de Naím (cf. Lc 7, 11-17) y a la niña de doce años (cf. Mc 5, 35-43). Precisamente de ella dijo: «La niña no ha muerto; está dormida» (Mc 5, 39), provocando la burla de los presentes. Pero, en verdad, es precisamente así: la muerte del cuerpo es un sueño del que Dios nos puede despertar en cualquier momento.

Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera com-pasión por el dolor de la separación. Al ver llorar a Marta y María y a cuantos habían acudido a consolarlas, también Jesús «se conmovió profundamente, se turbó» y, por último, «lloró» (Jn 11, 33. 35). El corazón de Cristo es divino-humano: en él Dios y hombre se encontraron perfectamente, sin separación y sin confusión. Él es la imagen, más aún, la encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del Dios que es Vida.

Por eso declaró solemnemente a Marta: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». Y añadió: «¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.

La respuesta de Marta es ejemplar: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo» (Jn 11, 27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz.

Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad.

IV Domingo de Cuaresma

 30 de marzo 2025

Josué 5, 9a. 10-12; Salmo 33, 2-3. 4-5. 6-7; 2 Corintios 5, 17-21; Lucas 15, 1-3. 11-32

En mis dos últimos años de seminario, fui asignado como seminarista y más tarde como diácono transitorio a la iglesia católica de la Ascensión en Montbello, cerca del aeropuerto. Allí tuve la increíble oportunidad de rezar con un grupo de la parroquia y atenderlo. El grupo se centraba en el duelo tras la muerte de un ser querido. Llegué a conocer a mucha gente de ese grupo y me acerqué mucho a algunos de ellos. Una familia del grupo estaba y sigue estando muy implicada en la parroquia. Llegué a conocerlos muy bien. A menudo daban testimonio de su vida y de cómo el Señor les había llevado a un auténtico encuentro con Él y con su amor. Todo empezó cuando su hijo mayor murió en un tiroteo frente a su casa. Este trágico suceso provocó una gran conversión en la familia, pero en particular en la madre. Fue fascinante escuchar cómo perdonó a los que mataron a su hijo e incluso les escribió mientras estaban en la cárcel. Se sintió desolada cuando más tarde se enteró de que los que mataron a su hijo murieron en la cárcel. Fue increíble ver el efecto que el amor y la misericordia de Dios tienen en la vida de alguien. Este amor y esta misericordia son un reflejo de lo que vemos hoy en el Evangelio.

En el Evangelio de hoy, el Señor nos cuenta la parábola del hijo pródigo. Un hijo le pide a su padre la herencia y se marcha al extranjero, donde se lo gasta todo. Hay hambre en el país. Sin nada con lo que sobrevivir, el hijo se encuentra trabajando con cerdos e incluso deseando comer lo que comen los cerdos. Reconoce su miseria y decide volver a casa de su padre. El padre lo recibe con gran alegría e incluso lo exalta a una dignidad superior a la anterior. Mientras tanto, el hijo mayor, que siempre fue fiel al padre, se enfurece por ello y se niega a alegrarse por el regreso de su hermano. Esta parábola nos hace comprender nuestra relación con Dios y cómo su amor y su misericordia van más allá de nuestra propia ignorancia y pecado.

Algunos comentarios sobre esta parábola sugieren que el hijo pródigo, al pedir su herencia cuando el padre aún vivía, deseaba que su padre muriera, ya que la herencia se da a la muerte del padre. Vemos la gravedad de los deseos del hijo y de sus elecciones. Pero también vemos las consecuencias de esas elecciones. Se encuentra en una tierra lejana sin nada. Al mirarse a sí mismo, lo miserable que es, desea volver a la casa del padre, donde incluso el ganado tiene más que suficiente para comer. Nuestra experiencia con el pecado es la misma. Nuestros pecados, aunque sean pequeños, son siempre una ofensa a Dios y dañan nuestra relación con nuestro Padre Celestial. Como el hijo pródigo, podemos encontrarnos deseando lo que creemos que será mejor, pero nunca es así. Tratamos de encontrar la felicidad en las cosas y lugares donde Dios no está presente. Siempre nos encontramos en la miseria de nuestros pecados y de nuestras malas elecciones. Pero es aún más terrible que a veces pensemos que estamos cómodos en nuestra miseria. Sin embargo, debemos tomar el ejemplo del hijo pródigo y pensar en lo abundantemente buena que es la casa del Padre. Cuando el hijo pródigo llega a la casa del Padre, es recibido con amor y misericordia. Se le viste con las mejores ropas y el padre le da un anillo. En la antigüedad, el anillo daba autoridad para «firmar» o sellar documentos legales en nombre de alguien poderoso. El hijo pródigo recibió incluso la autoridad del padre sobre sus posesiones. Sólo en Dios podemos encontrar la verdadera felicidad, la verdadera bondad y la verdadera plenitud. Durante este tiempo de Cuaresma, tenemos la oportunidad de experimentar una verdadera conversión y acercarnos al sacramento de la confesión. La confesión nos da la oportunidad de volver a la casa del Padre. Como el hijo pródigo, se nos confiere una dignidad superior, nos revestimos de nuevo de Cristo y somos recibidos como hijos e hijas del Padre. Ahora es el momento de buscar el perdón de Dios y de perdonar a los que nos ofenden. Si ha pasado mucho tiempo desde la última vez que confesamos nuestros pecados, ahora es el momento de hacerlo. Aquí en la Iglesia de San Cayetano, somos muy afortunados de tener confesiones todos los dias, muy en especial todo el dia el domingo. Os animo, mis queridos hermanos y hermanas, a buscar el amor y la misericordia de Dios en este gran sacramento.

 

-Padre Miguel Mendoza

III Domingo de Cuaresma

 23 de marzo 2025

Éxodo 3, 1-8a. 13-15; Salmo 102, 1-2. 3-4. 6-7. 8 y 11; 1 Corintios 10, 1-6. 10-12; Lucas 13, 1-9

Cuando era pequeño, recuerdo que a mi padre le gustaba mucho la jardinería. Le encantaba recoger la cosecha y convertirla en algo delicioso. Alrededor de la primavera, iba a la tienda y compraba semillas para empezar a cultivar sus plantas de calabaza, jalapeños, sandías y tomates. Al final de la temporada, los productos eran abundantes. Recuerdo que a menudo producía las mejores y más grandes verduras que yo había visto nunca. Pero cultivar la tierra y cuidar las plantas requería mucho trabajo, trabajo que al final daba sus frutos. Siempre estaba atento a cualquier cambio drástico del tiempo que pudiera acabar con sus plantas o a cualquier plaga que pudiera dañar los productos. Pero vería el fruto de su trabajo en abundancia. En el Evangelio de hoy, nuestro Señor nos ofrece una imagen de esto.

Cristo nos da una parábola de una higuera. Un hombre va a recoger frutos de su higuera y ésta no ha dado fruto. Debido a ello, pide al jardinero que tale la higuera. Sin embargo, el jardinero le pide que le permita cultivarla y abonarla para que pueda dar fruto en el futuro. Si no, la cortará. Esto es muy similar a otro relato de los Evangelios, cuando nuestro Señor va en busca de frutos en una higuera y no los encuentra; nuestro Señor maldice a la higuera por no producir frutos y la higuera se marchita y muere. Es importante señalar la esterilidad de las higueras en ambos relatos. Mis queridos hermanos y hermana, vemos la importancia de fertilizar y cultivar la tierra para producir mucho fruto.

La higuera que vemos en las dos historias que he mencionado representa la esterilidad espiritual de Israel. Sin embargo, esto no sólo se aplica al Israel infructuoso, sino también a nosotros. En el evangelio de Juan, nuestro Señor nos recuerda que él es la vid y que nosotros somos los sarmientos. Todos los que permanezcan en nuestro Señor darán mucho fruto y los que no, serán cortados y arrojados al fuego. Para nosotros, debemos esforzarnos siempre por producir mucho fruto permaneciendo con nuestro Señor. Sin embargo, debemos saber cómo cultivar y abonar adecuadamente el terreno de nuestra alma para producir mucho fruto. La semilla que el Evangelio de Cristo planta en nuestros corazones debe germinar primero. Esto lo hacemos practicando la fe. Cultivamos y fertilizamos nuestros corazones mediante la práctica de la Palabra de Dios, la oración y, especialmente, la participación en el santo sacrificio de la Misa. Sin embargo, no sólo debemos dejar que la palabra de Dios penetre en nuestros corazones, sino también que actúe en nuestras vidas. Es completamente inútil escuchar constantemente la Palabra de Dios, estudiar las Sagradas Escrituras y venir a Misa, si no permitimos que estas experiencias cambien nuestras vidas. El Papa Francisco lo expresa bellamente cuando afirma, a propósito de la Eucaristía, que «[la Eucaristía] transforma nuestra vida en don a Dios y a los hermanos» y que la Eucaristía nos pone «en sintonía con el corazón de Cristo». Estos son, queridos hermanos y hermanas, los frutos que debe producir el verdadero católico. Durante la Cuaresma, se nos presenta la importancia de la oración, el ayuno y la limosna. Teniendo en cuenta la importancia de que el discípulo produzca frutos, deberíamos considerar de qué manera podemos producir frutos durante este tiempo de Cuaresma. La oración debe ser el fundamento de nuestras vidas. Sin ella, no tenemos tierra fértil de la que podamos depender para producir fruto. El ayuno nos permite cultivar y abonar la tierra. La limosna, es decir, dar a los necesitados, se convierte en el fruto que se nos pide que produzcamos. Os invito, queridos hermanos y hermanas, a considerar de qué manera estáis cultivando y produciendo fruto en vuestra vida de fe durante este tiempo de Cuaresma. No nos presentemos ante el Señor resucitado con las manos vacías en Pascua, sino con mucho fruto.

 

II Domingo de Cuaresma

16 de marzo 2025

Génesis 15, 5-12. 17-18, Salmo 26, 1. 7-8a. 8b-9abc. 13-14, Filipenses 3, 17–4, 1, Lucas 9, 28b-36

Hace unos años, tuve el gran privilegio de peregrinar a Tierra Santa con algunos feligreses. Uno de los lugares santos que visitamos en la peregrinación fue la iglesia de la cima del monte Tabor. La iglesia era preciosa y había algunas ruinas que la rodeaban. Recuerdo que nuestro guía nos llevó a unas ruinas en las que había una losa de piedra en el suelo. Según algunas tradiciones, la losa de piedra se considera el lugar exacto donde Nuestro Señor se transfiguró ante sus apóstoles. La razón era que se trataba del punto más alto de la montaña. No conocemos el lugar exacto donde Nuestro Señor se paró y se transfiguró ante sus discípulos. Sin embargo, es interesante considerar que para algunos, la tradición de que Nuestro Señor se paró en el punto más alto para revelar su gloria muestra el intento de preparar a sus discípulos para experimentar su sufrimiento, el punto «más bajo» en la vida de Nuestro Señor.

Es importante tener en cuenta lo que sucedió en los versículos anteriores al evangelio que leemos hoy. Justo antes de la Transfiguración, Jesús empezó a revelar a sus discípulos que sufriría mucho, sería rechazado por los ancianos, lo matarían y resucitaría al tercer día. Esto causó mucho miedo a los discípulos, que se enfrentaban a esta inquietante revelación de nuestro Señor. Mateo y Marcos incluso incluyen que Pedro intentó librar a nuestro Señor de experimentar su pasión, lo que resultó en una reprimenda. Nuestro Señor, sin embargo, se mantiene firme e incluso prepara a tres de sus discípulos para este gran acontecimiento. El Evangelio de hoy nos cuenta que Nuestro Señor lleva a Pedro, Juan y Santiago a la cima del monte donde se transfiguró ante ellos. Moisés y Elías aparecen y Nuestro Señor conversa con ellos sobre su pasión. Lleno de alegría, Pedro exclama: «Maestro, qué bien que estemos aquí; hagamos tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Vemos tantas conexiones entre la escena de la Transfiguración y la agonía en el huerto. En primer lugar, Pedro, Santiago y Juan son elegidos para ambos acontecimientos. En segundo lugar, los tres apóstoles se quedan dormidos mientras tiene lugar el acontecimiento. En tercer lugar, ambos acontecimientos tienen lugar en una montaña: El monte Tabor y el monte de los Olivos. Estas similitudes nos ayudan a comprender lo que está haciendo nuestro Señor. Está preparando a Pedro, Santiago y Juan para que sean testigos de su pasión, revelándoles su gloria. Al ver un destello de su gloria y divinidad, los tres apóstoles estaban mejor preparados para comprender la extensión y la profundidad de la obra redentora de Cristo en su sufrimiento, muerte y resurrección. Sin embargo, como veremos más adelante, todos los discípulos se marchan excepto Juan. Aunque Pedro y Santiago fueron testigos de la Transfiguración, de la resurrección de la hija de Jairo y de la agonía en el huerto, no estaban preparados para acompañar al Señor en la pasión.

Queridos hermanos y hermanas, a menudo nos encontramos en el mismo lugar que Pedro y Santiago. Nuestro Señor nos regala momentos a lo largo de nuestra vida en los que podemos experimentar la gloria del Señor, su paz y su presencia amorosa, como Pedro, Santiago y Juan experimentaron en el monte Tabor. Estos momentos son de gran alegría y podemos encontrarnos deseando hacer nuestra tienda en presencia del Señor Transfigurado. Sin embargo, cuando se nos pide que acompañemos al Señor en su pasión, tomando nuestras cruces y siguiéndole, las cosas pueden ponerse difíciles. En el Evangelio, vemos que Pedro desea hacer tres tiendas para acoger al Señor, a Moisés y a Elías. Hacer una tienda es desear permanecer en un lugar durante un largo período de tiempo. Cuando experimentamos la alegría y la gloria de Cristo en nuestras vidas, se nos da esta oportunidad de hacer nuestras tiendas y morar allí. Esto nos da la oportunidad de recordar constantemente la gloria de Cristo, incluso en medio del sufrimiento. Esos momentos entrañables pueden convertirse en un oasis durante los momentos difíciles de la vida. Sin embargo, como seguidores de Cristo, también estamos llamados a encontrarnos con nuestro Señor y a seguirle en nuestros sufrimientos. Los santos subrayaron con frecuencia la importancia de unir nuestros sufrimientos a la pasión de Cristo. Vivir como buenos discípulos de Cristo es vivir con, en y a través de Cristo en todos los aspectos de nuestra vida. No se puede experimentar la resurrección sin experimentar la pasión. No se puede experimentar la pasión sin encontrar antes la gloria de Cristo transfigurado.

-Padre Miguel Mendoza

 

I Domingo de Cuaresma

9 de marzo 2025

Deuteronomio 26, 4-10; Salmo 90, 1-2. 10-11. 12-13. 14-15; Romanos 10, 8-13; Lucas 4, 1-13

En mi primer año de seminario, tuve el gran privilegio de hacer un retiro de silencio de 30 días como colofón de todo el primer año, conocido como el año de la Espiritualidad. Recuerdo que la primera semana del retiro se centró en orar y establecer los cimientos de lo que soy ante Dios. Estos cimientos son importantes porque proporcionan una base firme sobre la que apoyarse cuando la oración se vuelve árida y estéril, cuando la vida se vuelve difícil y cuando la cruz se vuelve pesada. Entonces, ¿cuál es el fundamento que me enseñaron en mi retiro de silencio de 30 días? La respuesta es sencilla. Tú y yo somos hijos amados de Dios. Partiendo de esta verdad, el resto del retiro se centró en profundizar en ella y vivir de acuerdo con ella.

En el evangelio de hoy, vemos cómo se cuestiona esta identidad. Si nos fijamos en los versículos anteriores del Evangelio de Lucas, vemos que Nuestro Señor acepta ser bautizado por Juan el Bautista en el río Jordán. San Lucas señala que, durante este importante acontecimiento, el Espíritu Santo desciende sobre Nuestro Señor en forma de paloma y se oye una voz del cielo que proclama a Cristo como el Hijo amado del Padre, en quien el Padre se complace. En el Evangelio de hoy, que cronológicamente sucede justo después del bautismo de Cristo, Nuestro Señor es conducido por el Espíritu al desierto. Tras cuarenta días de ayuno y oración, el tentador se acerca a Nuestro Señor. Es importante observar cómo comienza el diablo sus tentaciones. «Si eres Hijo de Dios», le dice, “ordena a esta piedra que se convierta en pan”. La primera y la última tentación comienzan con esta frase: «si eres Hijo de Dios…». Las tentaciones comienzan tratando de poner en duda esta importante identidad como Hijo de Dios. Nuestro Señor, firmemente asentado en su identidad de Hijo amado de Dios, responde a cada tentación centrándose en su relación con el Padre. Él conoce el valor de la palabra del Padre, la importancia del lugar del Padre en su vida, y la total confianza y seguridad en su Padre celestial.

Mis hermanos y hermanas, de manera similar somos tentados a menudo. Las tentaciones casi siempre parecen un eco de las tentaciones del diablo que vemos en el evangelio de hoy. Las tentaciones en general son siempre una forma de persuadirnos de que un bien barato y temporal es mejor que el Bien Último, es decir, Dios mismo. Las tentaciones ofrecen la oportunidad de encontrar nuestra identidad, nuestra pertenencia y nuestro valor en otras cosas. En las tentaciones de Cristo, el diablo presenta tres cosas que ofrecen esas oportunidades: la carne, el mundo y nosotros mismos. Al tentar a Cristo para que convierta las piedras en pan, el diablo nos ofrece el placer de nuestra carne. En nuestras propias vidas, a menudo vemos esto en forma de placeres corporales que nos alejan de Dios. La segunda tentación que el diablo presenta a Nuestro Señor es la presentación de los reinos del mundo y sus riquezas. Cuando los placeres corporales no parecen suficientes, a veces podemos caer víctimas del deseo de las cosas terrenales. El mundo siempre contradice el mensaje del Evangelio y la vida en Cristo siempre se ve como algo repulsivo. Pero para el verdadero hijo e hija del Padre, el mundo y todo lo que hay en él es vano y vacío. La última tentación presenta un gran placer al ego. Cuando la carne y el mundo no pueden satisfacernos, se presentan tentaciones a nuestro orgullo. El orgullo, que es la madre de todos los pecados, puede entrar fácilmente en el corazón del seguidor de Cristo y corromperlo. Es posible que tratemos de encontrar nuestra identidad en las cosas que hacemos, en lo que somos sin Cristo, en lo que logramos y en cómo somos amados por los demás. A menudo podemos intentar buscar la admiración de los demás basándonos en nuestras cualidades y en nuestra identidad que no incluye nuestra identidad en Cristo. Pero debemos recordar siempre que nuestro valor, nuestra identidad y nuestro amor inagotable proceden únicamente de Dios. De ahí brota nuestra identidad esencial y fundamental. En Cristo, somos hijos e hijas amados de un Dios amoroso y bueno. Eso es suficiente.

 

-Padre Miguel Mendoza